P. José Luis Correa Lira
Ayer celebraba con infinita gratitud y estupor el don inmerecido del sacerdocio.
Hoy recuerdo que con la celebración de mi Primere Misa (en Bellavista, junto al Santuario de Schoenstatt en La Florida, Santiago) comencé una vida sacerdotal eucarística hasta ahora sostenida a diario.
Efectivamente Dios me ha regalado la gracia de prácticamente no haber dejado nunca (salvo un día, si mal no recuerdo) de celebrar la Santa Misa cada día de mi vida, a veces en circunstancias bien curiosas.
Cuando en retiros a sacerdotes predico la importancia que tiene la celebración diaria de la Eucaristía para la propia vida, doy fe que lo que anuncio lo trato de vivir.
Un día sin Misa es como la noche, decía el padre Kentenich. O como fue el lema de los mártires de Abitene, sine domenico non possumus.
Y permítanme compartirles justamente el origen de esa frase que la siento y hago muy mía sobre la centralidad de la Eucaristía.
Al comienzo del siglo cuarto, el culto cristiano todavía era prohibido por las autoridades del imperio romano. El emperador Diocleciano ordenó que encontraran ‘los textos sagrados y los santos testamentos del Señor y las Escrituras divinas para que fueran quemados; las basílicas del Señor debían ser derribadas y la celebración de los ritos sagrados y reuniones santas del Señor iban a ser prohibidas.’ (Hechos de los Mártires, I) Entre los que desobedecieron las órdenes del emperador, se encontraba un grupo de cuarenta y nueve cristianos de Abitene que incluía al Senador Davitus, al sacerdote Saturninus, a la virgen Victoria y al lector Emeritus. Se reunían cada semana rotando por diferentes hogares para celebrar la Eucaristía dominical. El día de su arresto en el año trescientos tres estaban en el hogar de Octavius Felix. Habiendo sido arrestados fueron llevados a Carthage al Procónsul Anulinus para ser interrogados. Cuando el procónsul les preguntó si ellos mantenían las escrituras en sus hogares, los mártires valientemente contestaron que ‘las mantenían en sus corazones’, revelando así que ellos no deseaban separar la fe de sus vidas. Durante sus torturas y tormentos, los mártires junto con sus oraciones ofrecieron sus vidas y pidieron que sus ejecutores fueran perdonados. Entre los testimonios que ellos dieron está el de Emeritus. El procónsul le preguntó a Emeritus. ‘¿Por qué has recibido cristianos en tu hogar, incumpliendo las disposiciones imperiales?’ Emeritus contestó, “Sine dominico non possumus.” Esta respuesta de Emeritus puede ser traducida en dos formas diferentes porque ‘dominico’ significa ‘Señor’ y ‘domingo’. ‘¡Sin el domingo no podemos vivir!’ ‘¡Sin el Señor no podemos vivir.’
Bendiciones
P.JL
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