P. José Luis Correa Lira
San Juan nos relata como María, no la Madre de Jesús, se había quedado llorando junto al sepulcro de Jesús. Dice que sin dejar de llorar se asomó al sepulcro y vio dos ángeles que le preguntaron por la razón de sus lágrimas. Eso mismo le preguntó luego Jesús: ¿por qué estás llorando?
Durante su Viaje Apostólico a Filipinas, el Papa Francisco dijo a los jóvenes: “¡Al mundo de hoy le falta llorar! Lloran los marginados, lloran aquellos que son dejados de lado, lloran los despreciados, pero aquellos que llevamos una vida más o menos sin necesidades no sabemos llorar”.
En el mundo antiguo el llanto no significaba ser débil, el llanto se consideraba, más bien una profunda manifestación de los sentimientos de dolor, frustración, nostalgia.
Las lágrimas se repiten constantemente en la Biblia, el Antiguo y el Nuevo Testamento, invirtiendo una gama tan amplia de sentimientos que son inimitables en otras fuentes. El llanto afecta a hombres y mujeres de todas las condiciones. Son lágrimas de arrepentimiento, de súplica, de consuelo, de angustia, pero también de condena, cuando Jesús alude al destino reservado a los condenados que irán donde habrá ‘llanto y crujir de dientes’ (Mt 13, 42). Las lágrimas están en el centro del Libro de las Lamentaciones. En los Salmos, en particular, las lágrimas son el efecto del arrepentimiento o del consuelo. Dios recoge las lágrimas de todos en un odre y no pierde ni una sola (56,9) y aquí resuenan las palabras del Apocalipsis: ‘…y será el Dios con ellos, su Dios. Enjugará toda lágrima de los ojos de ellos’ (21, 3-4).
El ‘camino de las lágrimas’, pavimentado con arrepentimiento, sufrimiento, pasión, purificación, conduce al misterio de Dios y por lo tanto a la salvación: “Las lágrimas son la señal de que te acercas a los límites de la región misteriosa” dice Isaac el sirio ; “No hay otro camino [más que las lágrimas] … para ver los misterios”.
María Magdalena llora cuando le lava los pies a Jesús con sus lágrimas y Pedro llora cuando se da cuenta de su traición cuando canta el gallo. Las lágrimas más preciosas son ciertamente las de la Virgen: las de una madre por su Hijo y por cada uno de sus hijos.
Jesús también llora, acogiendo cada aspecto de la esencia humana en sí mismo, participando plenamente en ella. Los Evangelios nunca hablan de la risa de Jesús, sino de su llanto.
Los pasajes de los Evangelios en los que el Señor llora son: en el Evangelio de Juan (11,32-44) sobre su amigo Lázaro; en Lucas (19,41) al acercarse a Jerusalén y profetizar su destrucción; en Mateo (26,36-46) y Marcos (14,32-42), durante la oración y la agonía en Getsemaní, Jesús manifiesta su angustia y su tristeza sin llorar.
El Papa Francisco explicó las lágrimas de Jesús de esta manera: “Solamente cuando Cristo lloró y fue capaz de llorar, entendió nuestros dramas”, porque “ciertas realidades sólo pueden verse con los ojos limpios de lágrimas”
“Si Dios ha llorado, también yo puedo llorar sabiendo que se me comprende. El llanto de Jesús es el antídoto contra la indiferencia ante el sufrimiento de mis hermanos. Ese llanto enseña a sentir como propio el dolor de los demás, a hacerme partícipe del sufrimiento y las dificultades de las personas que viven en las situaciones más dolorosas”.
Y en estos días tan dramáticos, la gracia de saber llorar se convierte en una oración aún más sentida e indispensable.
Terminamos con una oración del Papa Francisco: “Señor, que yo pueda llorar contigo, llorar con tu pueblo que está sufriendo en este momento. Muchos lloran hoy. Y nosotros, desde este altar, desde este sacrificio de Jesús, de Jesús que no se avergonzó de llorar, pedimos la gracia de llorar.”
P. JL
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