P. José Luis Correa Lira
El Evangelio de la Transfiguración, que nos trae la liturgia en la Eucaristía de hoy, nos recuerda ese momento trascendental en la vida de Jesús y de sus discípulos que presenciaron tal acontecimiento.
Así como en el bautismo del Señor, también aquí se dio una epifanía que recalca la identidad de Jesús: el Hijo amado del Padre, a quien hemos de escuchar. De hecho, los Evangelios narran en dos momentos solemnes, el bautismo y la transfiguración de Cristo, que la voz del Padre lo designa como su ‘Hijo amado’ (Mt 3, 17; 17, 5).
Me detengo en esta afirmación, el Hijo amado del Padre.
Dice el Catecismo que “toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: ‘Quien me ve a mí, ve al Padre’ (Jn 14, 9), y el Padre: ‘Este es mi Hijo amado; escúchenle’ (Lc 9, 35).”
“Dios ha visitado a su pueblo (cf. Lc 1, 68), ha cumplido las promesas hechas a Abraham y a su descendencia (cf. Lc 1, 55); lo ha hecho más allá de toda expectativa: Él ha enviado a su ‘Hijo amado’ (Mc 1, 11).”
Así, “Dios se revela y se da al hombre. Lo hace revelando su misterio, su designio benevolente que estableció desde la eternidad en Cristo en favor de todos los hombres. Revela plenamente su designio enviando a su Hijo amado, nuestro Señor Jesucristo, y al Espíritu Santo.”
Por lo tanto “para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en aquel que él ha enviado, ‘su Hijo amado’, en quien ha puesto toda su complacencia (Mc 1,11). Dios nos ha dicho que le escuchemos (cf. Mc 9,7)”
Así entonces, “la fe es una adhesión filial a Dios, más allá de lo que nosotros sentimos y comprendemos. Se ha hecho posible porque el Hijo amado nos abre el acceso al Padre.”
Bendiciones
P. JL
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