Hoy el calendario litúrgico nos trae a la memoria a san Antonio Abad, un egipcio hijo de campesinos acaudalados, que se sintió conmovido por las palabras de Jesús, ‘si quieres ser perfecto, ve y vende todo lo que tienes y dalo a los pobres…’
En un principio llevó una vida apartada en su propia aldea, y pronto se marchó al desierto, adiestrándose en las prácticas eremíticas.
La fama de su ascetismo se propagó y se le unieron muchos fervorosos imitadores, a los que organizó en comunidades de oración y trabajo, más luego se retiró a una soledad más estricta. Logró conciliar el ideal de la vida solitaria con la dirección de un monasterio cercano. Viajó a Alejandría para terciar en las controversias arriano-católicas que marcaron su siglo.
La figura del abad delineó casi definitivamente el ideal monástico que perseguirían muchos fieles de los primeros siglos.
Su biógrafo fue su discípulo y admirador, san Atanasio. En la ‘Vita Antonii’, San Atanasio escribe sobre san Antonio: “El hecho de que fuera conocido en todas partes, admirado y deseado por todos, incluso por aquellos que no lo habían visto, es signo de su virtud y de su alma amiga de Dios. En efecto, no se le conoce por sus escritos, por una sabiduría profana o alguna capacidad especial, sino sólo por su piedad hacia Dios.”