P. José Luis Correa Lira
El Evangelio de hoy nos presenta la “genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham” (Mt 1, 1), subrayando y explicitando todavía más la fidelidad de Dios a la promesa, que realiza no sólo mediante los hombres, sino también con ellos y, como en el caso de Jacob, a veces a través de caminos tortuosos e imprevistos. El Mesías esperado, objeto de la promesa, es verdadero Dios, pero también verdadero hombre; Hijo de Dios, pero también Hijo dado a luz por la Virgen, María de Nazaret, carne santa de Abraham, en cuya descendencia serán bendecidas todas las naciones de la tierra (cf. Gn 22, 18). En esta genealogía, además de María, se recuerda a cuatro mujeres. No son Sara, Rebeca, Lía, Raquel, es decir, las grandes figuras de la historia de Israel. Paradójicamente, en cambio, son cuatro mujeres paganas: Rajab, Rut, Betsabé y Tamar, que aparentemente “perturban” la pureza de una genealogía. Pero en estas mujeres paganas, que aparecen en puntos determinados de la historia de la salvación, se refleja el misterio de la Iglesia de los paganos, la universalidad de la salvación. Son mujeres paganas en las que se manifiesta el futuro, la universalidad de la salvación. Son también mujeres pecadoras y, así, en ellas se manifiesta también el misterio de la gracia: no son nuestras obras las que redimen el mundo, sino que es el Señor quien nos da la vida verdadera. Son mujeres pecadoras, sí, en las que se manifiesta la grandeza de la gracia que todos nosotros necesitamos. Sin embargo, estas mujeres revelan una respuesta ejemplar a la fidelidad de Dios, mostrando la fe en el Dios de Israel. Así vemos reflejada la Iglesia de los paganos, misterio de la gracia, la fe como don y como camino hacia la comunión con Dios. La genealogía de san Mateo, por lo tanto, no es simplemente la lista de las generaciones: es la historia realizada primariamente por Dios, pero con la respuesta de la humanidad. Es una genealogía de la gracia y de la fe: precisamente sobre la fidelidad absoluta de Dios y sobre la fe sólida de estas mujeres se apoya la continuidad de la promesa hecha a Israel.”
En su libro La Infancia de Jesús, Benedicto XVI dice sobre “la estructura de la genealogía y de la historia que en ella se relata está determinada totalmente por la figura de David, el rey al que se le había prometido un reino eterno: «Tu casa y tu Reino durarán por siempre en mi presencia» (2 S 7,16). La genealogía propuesta por Mateo está modelada según esta promesa. Y se articula en tres grupos de catorce generaciones: primero, ascendiendo desde Abraham hasta David; descendiendo después desde Salomón hasta el exilio en Babilonia, para ir subiendo de nuevo hasta Jesús, donde la promesa llega a su cumplimiento final. Muestra al rey que durará por siempre, aunque del todo diverso al que cabría pensar basándose en el modelo de David. Esta articulación resulta aún más clara si se tiene en cuenta que las letras hebreas que componen el nombre de David dan el valor numérico de 14 y, por tanto, también a partir del simbolismo de los números, David, su nombre y su promesa, marcan la vía desde Abraham hasta Jesús. Apoyándose en esto, podría decirse que la genealogía, con sus tres grupos de catorce generaciones, es un verdadero evangelio de Cristo Rey: (…) La genealogía de Mateo es una lista de hombres, en la cual, sin embargo, antes de llegar a María, con quien termina la genealogía, se menciona a cuatro mujeres: Tamar, Rahab, Rut y «la mujer de Urías». ¿Por qué aparecen estas mujeres en la genealogía? ¿Con qué criterio se las ha elegido? Se ha dicho que estas cuatro mujeres habrían sido pecadoras. Así, su mención implicaría una indicación de que Jesús habría tomado sobre sí los pecados y, con ellos, el pecado del mundo, y que su misión habría sido la justificación de los pecadores. Pero esto no puede haber sido el aspecto decisivo en su elección, sobre todo porque no se puede aplicar a las cuatro mujeres. Es más importante el que ninguna de las cuatro fuera judía. Por tanto, el mundo de los gentiles entra a través de ellas en la genealogía de Jesús, se manifiesta su misión a los judíos y a los paganos. Pero, sobre todo, la genealogía concluye con una mujer, María, que es realmente un nuevo comienzo y relativiza la genealogía entera. A través de todas las generaciones, esta genealogía había procedido según el esquema: «Abraham engendró a Isaac…» Sin embargo, al final aparece algo totalmente diverso. Por lo que se refiere a Jesús, ya no se habla de generación, sino que se dice: «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo» (Mt 1,16). En el relato sucesivo al nacimiento de Jesús, Mateo nos dice que José no era el padre de Jesús, y que pensó en repudiar a María en secreto a causa de un presunto adulterio. Y, entonces, se le dijo: «La criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo» (Mt 1,20). Así, la última frase da un nuevo enfoque a toda la genealogía. María es un nuevo comienzo. Su hijo no proviene de ningún hombre, sino que es una nueva creación, fue concebido por obra del Espíritu Santo. No obstante, la genealogía sigue siendo importante: José es el padre legal de Jesús. Por él pertenece según la Ley, «legalmente», a la estirpe de David. Y, sin embargo, proviene de otra parte, de «allá arriba», de Dios mismo. El misterio del «de dónde», del doble origen, se nos presenta de manera muy concreta: su origen se puede constatar y, sin embargo, es un misterio. Sólo Dios es su «Padre» en sentido propio. La genealogía de los hombres tiene su importancia para la historia en el mundo. Y, a pesar de ello, al final es en María, la humilde virgen de Nazaret, donde se produce un nuevo inicio, comienza un nuevo modo de ser persona humana.”
P. JL
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