P. José Luis Correa Lira
Antes de comulgar, cuando el sacerdote que preside la Eucaristía muestra el Cordero de Dios y dice, felices los invitados a la cena del Señor, respondemos reconociendo nuestra indignidad para recibirlo. Decimos: ‘Señor, no soy digo de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.’
Esta afirmación está tomada del episodio que nos relata Lucas en el Evangelio de hoy (Lc 7, 1-10), cuando el oficial romano envía a unos amigos a decirle a Jesús, que se acercaba a la casa de este hombre para curar a su criado, que no se moleste “porque yo no soy digno de que tú entres en mi casa (…) bastará que digas una sola palabra y mi criado quedará sano.”
El Papa Francisco, comentando pastoral pedagógicamente este texto, ha dicho que la comunión no es premio para los que creen que se han portado bien, sino que es remedio para los enfermos.
Ya en su primera Exhortación Apostólica (Evangelii Gaudium) lo dijo así: “La Eucaristía (…) no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles” para que los que busquen a Jesús lo encuentren.
Y agregó que “estas convicciones también tienen consecuencias pastorales que estamos llamados a considerar con prudencia y audacia. A menudo nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas.”
Es Jesús quien desea entrar en nuestra vida y por eso, Él, que es el médico, nos sana con esa su presencia en nosotros y a favor nuestro.
Así, Él nos dignifica.
P. JL
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