P. José Luis Correa Lira
El Evangelio de la Misa de hoy (Lc 5, 1 – 11) ofrece muchas alternativas para una reflexión, lo que nos obliga a optar por una que otra sin pretender agotarla.
Después de la pesca milagrosa, numerosa (llenaron las dos barcas, tanto que casi se hundían) y asombrosa, se produce el diálogo de Pedro con Jesús. En éste, Simón Pedro, que se arroja a los pies de Jesús (ya un gesto muy potente) le pide que se aparte de él, pues se sabe y reconoce pecador.
Este hecho nos pone en sintonía con una de las autodefiniciones del Papa Francisco, cuando a la pregunta por su identidad, responde diciendo ‘soy un pecador’. En una ocasión dijo que “hay tres tipos de cristianos: los pecadores, los corruptos y los santos. Los pecadores somos todos, los corruptos son los que no reconocen su pecado y no quieren cambiar.”
Efectivamente todos somos pecadores (“Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros”, apunta san Juan en su primera carta, 1Jn 1, 8), capaces de pecar (“reconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado, es el principio indispensable para volver a Dios” decía san Juan Pablo II en su Exhortación Apostólica sobre sobre la reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia hoy, n. 13.) y caídos una y otra vez en el pecado (y casi siempre en los mismos).
Es más, así lo confesamos en una de las fórmulas del acto penitencial al inicio de la Eucaristía: “Yo confieso que he pecado…”.
Y aunque parezca solo un juego de letras, el último párrafo del texto de la Buena Nueva de hoy culmina con el encargo que Jesús hace a estos pescadores pecadores. Serán desde ahora pescadores de hombres. En ese momento de recibir su misión ellos, dejándolo todo, lo siguieron.
No es necesario pretender no pecar. No podemos extender un cheque de garantía al respecto. Solo ‘basta’ intentar, proponerse no hacerlo. Para ser amigos, seguidores, servidores y colaboradores de Jesús no se exige impecabilidad, de lo que solo gozó la Santísima Virgen María (sin pecado concebida).
Con gratitud y humildad nos ponemos en el discipulado misionero del Señor, no solo a pesar, sino que también y precisamente a través de nuestras debilidades, limitaciones y miserias.
P. JL