P. José Luis Correa Lira
En el Evangelio de la Eucaristía de hoy una vez más aparecen escribas y fariseos, de los cuales ya hemos hablado en otras ocasiones.
Ahora tratan de poner a prueba a Jesús, casi exigiéndole hacer un milagro (‘una señal prodigiosa’), a lo que él responde remitiéndolos a la señal del profeta Jonás, que estuvo tres días y tres noches en el vientre de la ballena. Obviamente los interlocutores interrogadores del Maestro conocían bien la Sagrada Escritura y la tradición judía, pero no sabían que Jesús se refería a que Él iba a estar también tres días y tres noches en el seno de la tierra, alusión directa al período entre su muerte en cruz y su gloriosa resurrección (al tercer día), y luego les dice que él es más grande que Jonás y más grande que Salomón. Los debe haber dejado sin palabras y llenos de indignación. Le reclaman una señal y no se las da. Él es la señal, incomprendida y rechazada.
También en todos los tiempos la gente pide, espera y casi condiciona su fe a la realización de milagros sobre todo de orden material, en particular en la salud.
No nos damos nunca por satisfechos con el otro tipo de señales que Dios nos da permanentemente, ordinariamente.
Justo leía esto días un texto del padre Kentenich de 1936, en el que respondía a esa misma demanda: Schoenstatt como “un lugar de gracias para las almas, no para curación de enfermedades o cosas similares, sino de gracias especiales para la renovación del mundo.”
Nos conformamos con la experiencia de fe en el Dios de la vida, que se acerca a nosotros en la cotidianidad. No cosas extraordinarias son nuestros argumentos probatorios.
Dios nos regale percibir y examinar a diario las misericordias divinas, gustarlas a la luz de la fe y con el corazón, ya sea con anterioridad o con posterioridad a los hechos y desarrollar un olfato, un instinto de fe y una peculiar afinidad para detectar a Dios en todas partes y en todo momento de nuestra vida.
P. JL p.jlcorrealira@gmail.com